Mario Rodríguez Acosta
La llegada de Donald Trump por segunda vez a la Casa Blanca ha desatado un terremoto geoeconómico cuyas réplicas están destruyendo los cimientos del multilateralismo. Más que una mera alteración comercial, su política basada de aranceles punitivos, retórica proteccionista y ultimátum bilaterales, representa un desafío existencial al paradigma neoliberal que rigió la economía desde la caída del muro de Berlín.
En apenas 100 días en el cargo, la administración Trump no solo ha dinamitado la credibilidad de la Organización Mundial del Comercio, sino que ha convertido los tratados de libre comercio en rehenes de una visión transaccional donde «America First» es a la vez grito de guerra y epitafio para el consenso post-Guerra Fría.
Pero qué busca Estados Unidos con está política y qué resultados está teniendo.
Tras el humo de las batallas arancelarias y las amenazas en Twitter subyace un cálculo estratégico: resucitar la manufactura nacional mediante un shock controlado al sistema. Cada medida, desde los gravámenes al acero hasta el pulso con China, obedece a un tridente de objetivos, regresar los empleos fabriles, reconfigurar el control de las cadenas de valor para reducir la dependencia estratégica y proteger la tecnología y el aparato industrial militar, y; corregir los déficits comerciales, renegociando acuerdos y tratados con distintos países, utilizando los aranceles también, como arma de presión para países no alineados con su política.
Cómo llegamos a este punto. Todo comenzó cuando Trump impuso aranceles a China, Canadá y México, el 1 de febrero, 10 días después de jurar el cargo. Adujo que los tres países permitían el flujo de fentanilo, mientras que la oficina comercial USTR insistió en prácticas desleales de los tres países que ameritaban una revisión de los acuerdos existentes.
Antes, Estados Unidos bloqueo los nombramientos del órgano de apelaciones de la OMC, mientras Peter Navarro, el asesor comercial de Trump anunció un incremento en la recaudación de impuesto por la vía de los aranceles.
Trump impuso aranceles del 25% a las importaciones de acero y aluminio y 10% a todos los países, con excepción de China, que le impuso una tasa más alta. Luego se concede una prórroga a la industria automotriz.
China impone aranceles del 34% a la exportación de tierras raras y impulsa sanciones a empresas de Estados Unidos al imponer nuevos controles a la exportación de minerales. La respuesta de Trump fue incrementar el arancel al 145%, declarando la guerra comercial, pero dejando abierta la puerta al diálogo. Posteriormente se rebajan los aranceles para productos tecnológicos provenientes de China, pero impone tasas portuarias a buques chinos.
Estados Unidos intenta crear un cerco a las exportaciones chinas sumando a Japón, Korea del Sur y Vietnam a su estrategia, estrategia que fracasa cuando Japón y Korea anuncia un acuerdo con China para afrontar juntos esa política comercial. Posteriormente Japón amenaza con vender los bonos del tesoro de Estados Unidos que posee. Trump suspende por 90 días el nuevo régimen arancelarios a la espera de abrir un proceso de negociación con los países involucrados, esperando que China se sume a dicha negociación.
Trump amenaza con imponer aranceles a terceros países que hagan negocios con Irán, especialmente compren petróleo iraní, que directamente afecta a China, quién compra más del 80% del crudo de ese país. Para unos analistas es una medida extrema que solo muestra la impotencia actual de la política exterior de Estados Unidos.
En las próximas semanas se anuncia un cambio en los flujos comerciales provenientes de China que sentirán los consumidores de Estados Unidos. En principio, los precios se incrementarán, también se generará escases de ciertos productos y por último, una reorientación de las empresas de logística que afectará directamente el mercado de Estados Unidos.
Este experimento, sin embargo, opera en la delgada frontera entre el realpolitik económica y la profecía autocumplida: al erosionar la confianza en los mecanismos de comercio internacional, Washington podría estar cavando la tumba del mismo sistema que garantizó su hegemonía. La pregunta que estremece a mercados y cancillerías no es si el mundo post-Trump será igual —ya no lo es—, sino que costo tendrá este cambio y quién pagará por ello.

